domingo, 22 de noviembre de 2009

Brisa

Su sombra se proyectaba en la hierba debido a la potencia del faro. Observaba la costa sentada en una roca, en lo alto de un pequeño peñasco, desde donde se apreciaba la playa, la arena mojada y las olas brillando a la luz de la luna y el faro.
Había perdido la cuenta de las noches que llevaba esperando ver aquél  navío, que tenía más de dos años de haberse perdido en la neblina de la mañana con destino al Nuevo Mundo.
-Pero, Alberto, ¿Qué tiene de especial aquella tierra desconocida? ¿Qué puede haber para ti en aquél dominio de dioses paganos, teniendo aquí un hogar? ¿Acaso no soy yo suficiente razón para quedarte?
-Sabes que eres más razón que mil mundos, amada mía, es por ello que viajo a tierras extrañas, en busca de riquezas que hagan a tu familia cambiar de opinión.
-¡Mi padre te dará mi mano! Sé que no soporta verme sufrir y pronto te aceptará en nuestra casa.
-Soy un marino, mi deber es surcar los océanos… Pero volveré, y te haré la mujer más feliz sobre la tierra.
Amelia sentía los ojos ácidos de tanto contener las lágrimas, desde pequeña le habían enseñado a ser fuerte, aún a la muerte de su hermano, se había obligado a permanecer en silencio y no llorar ni en su soledad.
Lentamente soltó las manos de su amado dejándolo ir, lo observó subir la pequeña trampilla hacia la enorme embarcación que los alejaría indefinidamente.
Sólo al ver al navío perderse en el horizonte, casi al tiempo que el sol, se permitió derramar una lágrima que recorrió su cara y alcanzó sus labios. El sabor era la amargura que invadía su ser entero, cuerpo, alma y mente.
Nueva España, 18 de abril, 1632
Amelia:
Mi corazón alberga la esperanza de que éstas palabras lleguen a ti.
Nos ha tomado casi dos meses alcanzar las tierras de Nueva España, como las han llamado el rey Fernando. El viaje ha sido duro, y más aún lo fue pues no viví más que de tu recuerdo. Llevamos pocos días aquí y aún no se nos han asignado labores ni hogares.
Conozco el oficio del herrero, así que intentaré emplearme en ello, pues no soy hombre de Dios y no puedo predicar su palabra a los infieles que habitan éstas tierras.
Durante el viaje he conocido al señor Godofredo de Castilla, un anciano dueño de algunas tierras en España, con quien he fraternizado con agrado. Conoce personas que tal vez podrían ayudarnos a arreglar tu venida a la Nueva España, sin embargo, me apremia la negativa que tu padre dará posiblemente a mi propuesta.
Amelia, los días se me hacen años pensando en  tu amor, pero es éste el que me anima a continuar, todo sea por que me sea dada tu mano, por ello es por lo que vivo.
Solo anhelo que te sea posible responder ésta misiva,  pues mi alma arde en deseos de saber de ti.
Por siempre tuyo,
Alberto

-Amelia, ¿Qué estás haciendo?
-Nada, madre, sólo practicaba mi bordado.
-Y los ojos, ¿Por qué los tienes hinchados? ¡Ése hombre de nuevo! ¿Te ha escrito una vez más?
-Quiere que vaya con él al nuevo mundo, me ha dicho que sabe de alguien que puede ayudarnos, y ruega a mi padre nos dé su bendición.
Amelia habló si quitar la vista de la carta, luego se volvió, levantó la mirada y se encontró con una mujer pequeña y regordeta, de ojos dulces, pero mirada seria. A Amelia le decían siempre que se parecía mucho a ella, pero el cabello de su madre era negro profundo, casi tanto como el reflejo solitario de la noche en el agua de los mares que Amelia contemplaba perpleja desde muy pequeña.
-¡Ése hombre no tiene nada que ofrecerte! Deberías aceptar por novio al joven Felipe, él es hijo de un noble como nosotros, y su padre es un gran señor. Felipe ha pedido tu mano.
-¡Pero yo amo a Alberto!
-¿Qué sabes tú sobre el amor? Eres solo una niña tonta…
De nuevo, y ya casi involuntariamente, Amelia contuvo las lágrimas, pero no puedo evitar que sus ojos de humedecieran un poco, y sus mejillas se tiñeran de rojo.
-Ahora deja de decir sandeces y baja ya, que los pisos no van a fregarse solos.
-Sí, madre.- Dijo Amelia con voz quebrada.
Una noche Amelia se escabulló en el estudio de su padre y buscó algo para responder a su amado. Al fin se había decidido a hacerlo, tres meses después de haber recibido la carta.

Aragón, 27 de Junio, 1632.
Alberto:
Sé que éstas palabras llegan a ti con más tardanza de la esperada, pero espero las recibas con agrado.
He hablado con mis padres acerca de tu propuesta. No les ha agradado en absoluto, y mi tristeza sólo aumenta pensando en el momento de nuestro reencuentro. ¿Cuándo será? Hace ya casi medio año que te has alejado, y no sé si podré vivir más tiempo sin ti.
Encontraré una forma de llegar a ti si tu no vuelves, eso te lo juro.
Te adoro, mi bien, no caben en mi pecho los deseos e tener noticas tuyas.
Amelia

Al día siguiente, cuando Amelia se dirigió a la plaza a comprar fruta y carnes, le entregó la carta a un comerciante que no vendía nada en especial, siempre se le veía entre la gente ofreciendo toda clase de artefactos de diversos usos. Amelia tenía tiempo de conocerlo, eran buenos amigos, y el hermano de éste trabajaba en el correo de la marina, así que los enamorados intercambiaban noticias por éste medio.
-Gracias, Enrique.-Y le entregó una moneda de plata.

Nueva España, 15 de Julio, 1632
Amelia:
Imposible describir el gozo que me produce recibir al fin noticias tuyas, has de saber cuánto he sufrido sin saber nada de ti, mi bien.
Sé que es difícil vivir separados, pero no quisiera que te pusieses en peligro, menos aún que ofendieses a tus padres.
El señor Godofredo regresará a Castilla dentro de 28 días, y me ha ofrecido volver con él. Me dará un puesto en su condado, y, ya que nos hemos vuelto grandes amigos me ha ofrecido generosos favores.
Si todo marcha bien, estaré de vuelta antes de tu Santo, en el mes de Octubre.
Junto con ésta carta recibirás un pequeño dije, la mitad de una Flor de Lis francesa, un regalo del señor  Godofredo para nosotros, ha sido acuñada aquí mismo, con el oro rescatado de los templos paganos.
Guardo yo la otra mitad, espero se junten nuestros dijes muy pronto.
Espero verte pronto, mi amada, pienso en ti a cada segundo.
Alberto

Desde mediados de septiembre, Amelia se sentó cada noche en aquella piedra, sosteniendo entre sus manos el dije de media Flor de Lis que siempre la acompañaba.
Pero llegó octubre con sus vientos fríos y sus cielos grises, comenzó noviembre y en la costa sólo se veían los barcos mercantes con destino a la Gran Bretaña. En el mes de diciembre cerca de las Navidades, un barco proveniente del Nuevo Mundo llegó sin rastros de su amado, nadie de los pasajeros que descendieron del San Luis había escuchado acerca de Alberto.
Y Amelia esperó cada noche durante un año, hasta que, una mañana, mientras limpiaba el pescado que había traído de la plaza, encontró en las entrañas de uno de ellos media Flor de Lis, idéntica a la que meses antes había recibido desde el Nuevo Mundo.
Amelia corrió a la plaza y buscó a Enrique, sólo para comprobar lo que se temía, el San Fernando había encallado durante su travesía camino a España. El señor Godofredo de Castilla había muerto junto con todos los demás pasajeros de la embarcación.
Fue la primera vez desde que ella tenía memoria, que lloró largamente sin reparar en ninguno de los modales ni el decoro al que había sido forzada desde que poseía uso de razón.
Derramó tantas lágrimas que sus ojos verdes se marchitaron y se volvieron vacíos y sin vida.
Amelia llevaba siempre con ella las dos mitades de la Flor, que a pesar de sus intentos jamás logró unir.
Esa noche helada de Octubre, algo demasiado fuera de lo común sucedió. Un viento extrañamente cálido sopló por la costa, era tan cálido que parecía ser el espíritu del verano. Cuando tocó la cara de Amelia, que había bajado de la roca y ahora caminaba por la playa, ésta se sintió desfallecer y cayó de rodillas sobre la arena, cerró los ojos y apretó los puños con fuerza, fuera de sí, parecía como si algo en esa brisa se hubiera apoderado de ella.
-¡ALBERTO!-gritó. Y cayó de costado sobre la arena. Detuvo la presión en sus puños y su alma se unió a aquella brisa cálida.
Amelia permaneció así durante tres días, en los que las olas la bañaban y la corriente la movía y arrastraba. Y entre los arrecifes, como formando parte de ellos, quedó la Flor de Lis unida eternamente.
Amelia fue encontrada por un grupo de pescadores, con los ojos inexpresivos, sentada desnuda frente a la costa si sin quiera parapdear, y ni el obispo del pueblo logró devolverle la razón.
Se volvió un ser sin sentido, su cuerpo permaneció con vida hasta que no hubo nadie que la cuidara y alimentara.
Pero su alma había escapado muchos años antes, para unirse con la de su amado en una brisa cálida que recorre los mares, en busca de una Flor de Lis de oro perdida por siempre entre los arrecifes.