lunes, 7 de octubre de 2013

Me puse a jugar al flujo de conciencia.

Pensé en viento y escribí tiempo. Es que son iguales; no hay que profundizar en obviedades. Sabemos que el tiempo es viento. Ni que acá arriba no hubiera tanto más viento ni menor tiempo.
Ya no hay que esconderse.
Culpo a la altura de las ganas de saltar, como si se culpara al suelo de la costumbre de caer. No es que el abismo no haya estado aquí antes: últimamente no va a otro sitio. Es abismo ancho, es oscuro que no aterra porque es todo menos frío. Un salto en falso sólo me llevó más arriba.
Hay que decirlo: saltar al abismo es caer en tus labios, que siempre están cerca mas nunca próximos.
Y saltar. Reír de rojo. Pero saltar juntos, irse quién sabe a dónde.
¿Cómo hago eso si tú eres el abismo?
Caigo en ti porque no tengo de otra. Ya estoy cayendo mas no toco fondo.
Abismo infinito el que no quiso caer en sí mismo, que es la razón de no saltar juntos: tú no crees poder caer. Ves montaña en vez de abismo. Rodeas, no escalas; no piensas que haya cima.
Tampoco yo sé si quiero que la veas. Sentirte subir, eso es seguro, lo anhelo. ¿Se llama deseo?
¡Sentirte subir! Pero que nunca llegues. Que arriba ya no queda nada: llega uno a la cima y luego qué.
¡Sentirte subir y nunca dejar de caer!


jueves, 12 de abril de 2012

3.

 Me acuerdo que ese día estaba lloviendo. No tiene nada de especial eso, por supuesto, era Julio y era incluso extraño que un día no lloviera. Pero lo recuerdo porque era un sonido mucho más agradable que el de los motores  o los perros de la calle.  La lluvia había disipado el calor de la tarde de verano, pero aún así recuerdo que mi mano se había vuelto sudorosa sosteniendo el teléfono después de una o tal vez dos horas.  En ese periodo de tiempo me aprendí tu número, por el número de veces que tuve que marcarlo y después borrarlo hasta que me atreví a presionar la pequeña tecla verde que me permitiría escuchar tu voz de nuevo, cosa que anhelaba casi tanto como temía.  Cada tono vibró en mi oído y aumentó la intensidad de los fuertes martillazos que sentía en el pecho. Decidí sentarme cuando mi rodilla comenzó a temblar.



“Bueno.” Tu voz inexpresiva.

“¿A.. Alberto?”    “Sí”   Lo escuché un par de segundos. Creí sentir algo irregular en su respiración. No es que la mía fuera la más tranquila en ese momento.

“Sí.” Repitió.


 “Es Mariana... Yo...”

“Ya sé. Hola.”

“Hola. Sólo llamaba... sólo quería recordarte que tenemos una presentación mañana.”

“Ajá.”

“Alberto..” Silencio. “¿Te acuerdas hoy, cuando dijiste que daba igual si tu vida terminaba hoy?”

“Sí, es lo que creo. En realidad nunca he hecho nada importante, y ni siquiera se si pueda hacer algo. Da igual.” 

“Y, ¿la posibilidad de que puedas hacerlo, no vale la pena?” 

“Tal vez, pero igual no importa.”

“Ya.. sí, también yo he llegado a pensar eso.”

“¿Entonces?”


“Entonces quería decirte que en ése momento, cuando pensé que daría igual, tuve miedo. No tuve miedo de morir. Tuve miedo de llegar a algún lugar para darme cuenta que tú no ibas a estas ahí. Entonces hoy pensé que, aunque mi muerte tampoco hubiera importado, para mi vida hubiera importado más que nada el perderte. Entonces recordé como he llegado a sentirme y tenía que evitar que pasara por tu mente la idea de dejar este mundo, de dejar mi vida vacía de tí y vacía de razones para no dejarlo también. Y entonces tuve la absurda idea de imaginar, que tal vez, si yo te dijera, si yo lo hiciera, tal vez haría un cambio en tu vida. Tuve la absurda idea de sentirme así de importante. Tuve la estúpida idea se pensar que si tú lo sabías lograría cambiar algo. Se me ocurrió pensar que a ti te importaba saber que... te amo.”



Silencio. Su respiración, cortada, ausente. Un ruido metálico, cómo un cuchillo, chocando con el suelo.


La respiración de Alberto volvió. Aún no era normal, pero de nuevo era audible y parecía recuperar ritmo. 

“Bueno, tenemos una presentación mañana” 



Y exactamente diecisiete rápidos timbres perforaron mi tímpano.

viernes, 19 de noviembre de 2010

De Marcelo y la Huella que no Dejó

El invierno fue tan álgido ese año y la bruma helada tan densa esa noche, que en la oscuridad fue imposible notar el momento exacto en que el frío y la penumbra del final del día se transformaron en el silencio púrpura del final de la vida. Las tinieblas habían invadido su mente mucho tiempo antes. Su corazón, que había bombeado sangre sin motivos suficientes para ser llamados latidos, se detuvo sin siquiera estar agotado. Sus pulmones se resignaron sin protestas a la falta de aire y su alma inexistente se fundió con la neblina.  
Cuando Marcelo dejó el mundo, éste siguió girando. A su paso no dejó más que promesas postergadas. Su muerte provocó los lamentos del gran danés pardo que comprendió que el alimento no llegaría más sin buscarlo y de la sirvienta que se descubrió desempleada.  Así, el apartamento casi vacío ganó un mueble más: un disfraz de hombre comprendido por una cabeza carente de ideas y cabellera, una boca sin dientes ni palabras de aliento, un corazón sin diástole ni sentimientos y una piel carente de brillo y sensaciones.
Sobre él la sirvienta sólo pudo decir que sus labios sabían a tierra. Al patrón no podía llamarlo un amante siendo para él sólo un recipiente de instintos almacenados. En veinticuatro años de servicio, no atendió Eulalia un visitante, una llamada telefónica ni correspondencia que no se dirigiese al patrón con asuntos de trabajo. Seis días a la semana le servía café negro a las seis y media, lo veía irse a las siete, servía café con leche a las nueve y las luces se apagaban a las diez. “Buenos días”, “Buenas noches”, “Más café” y “El dinero está en la mesa” Fueron las únicas frases que le oyó decir en un cuarto de siglo.
El abogado le pidió que ordenara sus pertenencias, le anunció que el médico llegaría en el transcurso de la tarde y la exhortó a llevarse lo que quisiera. Pero no había nada que pudiera serle útil. A excepción de los registros de contabilidad, no había libro alguno en el estudio; tampoco podía hallarse un disco o casette, la ropa y los blancos eran demasiado viejos, y los escasos electrodomésticos eran obsoletos. No había fotografías, cartas, recuerdos, nada. Eulalia dio testimonio al médico, esperó la llegada del abogado y partió en compañía del gran danés.
Fue ese el momento preciso en que Marcelo dejó de existir. A partir de entonces, el recuerdo de su vida no apareció jamás en la mente de nadie. El abogado vendió lo que pudo y desechó lo demás. Llamó a la funeraria y ordenó un entierro sin ceremonia. Cumplió lo estipulado en el testamento y el caso quedó cerrado. Nada novedoso, otro viejo que moría solo. El enterrador cumplió con su labor habiendo olvidado en tanto tiempo de desempeñar ese empleo que aquél saco que cubría de tierra no había estado siempre inerte.
En el sistema de algún banco, una cuenta conteniente una fortuna fue eliminada de los registros. Algún día ese dinero iba a ser gastado en un viaje a algún lugar donde el sol enseñase otro rostro, en un regalo para ser disfrutado o en una obra de arte que rescatase cierto muro gris de la miseria  y la monotonía. Nunca hubo suficiente tiempo, suficiente espacio, nunca existió algo lo suficientemente bueno para recibir tal inversión. La promesa postergada siempre de un placer futuro pasó de ser un plan, a convertirse en sueño, a desvanecerse en idea y perecer como ideal. Y a lo largo de ese proceso la rutina prevaleció. Un empleo mediocre para ignorar el hastío sin solución, un respirar inconsciente que sobra cuando se ha olvidado cómo suspirar.
Marcelo no creía en dios, ni en los filósofos, ni en él. La supervivencia vacía se le antojaba más cómoda que la no existencia. El día que no pudo recordar los motivos de su ser, tomó el autobús a las siete y pensó en números; al igual que un día antes, al igual que un día después.
Marcelo Fernández
1937-1996
Agrietada y cubierta de hojas secas, la lápida de piedra gris habría de conformarse con los insectos como visitantes y la lluvia como tributo.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

[Red]


Ese día, cuando despertó, Fabiola se dio cuenta de que aún estaba soñando. Su mundo parecía cubierto por una bruma mate que confundía a sus sentidos, atenuando sus sensaciones y dificultando su pensamiento.
Intentó mojarse la cara, pero al entrar el agua en contacto con su piel, parecía como si sobre ésta hubiera un impermeable que le impedía sentir poco más que la temperatura. Pensó que estaba muerta. Volvió a su habitación y esperó ver su cuerpo recostado en la cama. Pero no era así; lo único que pudo observar fue un casi imperceptible hilillo de sangre manchando su almohada. Pensó que la anemia había vuelto a recobrar fuerzas y atribuyó la ligereza de sus sensaciones a éste mismo motivo.
En la regadera, el agua hirviendo no redujo el frío que sentía en los huesos, más profundo que si se tratara simplemente de la baja temperatura de aquel invierno. Ni agua helada atenuó el rastro de ardor que los movimientos de sus párpados dejaban en sus pupilas.
Se vistió sintiendo que ponía sus ropas en un cuerpo ajeno, y salió a la calle.
Dobló la esquina y abrió la puerta. La molesta campanilla sobre ella se escuchó lejana. El asfixiante ambiente impregnado de tabaco se le antojó ligero. El expresso sabía a sangre. Horrorizada y conteniendo las náuseas, pidió un vaso con agua. La mesera pensó que se ahogaba y le atendió en cuestión de segundos.
Fabiola dio un trago al agua. Sabía a sangre. Se apresuró al baño y trató de enjuagarse la boca. El agua de la llave no tenía un sabor distinto a los dos anteriores. Se miró las encías en el espejo. No había rastros de heridas.  De nuevo contuvo las náuseas y salió. Sin fijarse en la cantidad, depositó unas cuantas monedas sobre la mesa y se apresuró a la calle. No tenía idea de qué hacer ni a dónde ir. Se detuvo en seco. Se apoyó en una caseta telefónica y respiró profundamente, otra vez, una vez más. El sabor se desvaneció lentamente de su lengua, aunque no de su mente. Tal vez porque era la única sensación que su cuerpo había sido capaz de experimentar desde esa mañana, ésta parecía la más nítida captada alguna vez por cualquiera de sus sentidos.
Previendo el resultado, hizo un último intento. Buscó en su bolsa y sacó un dulce de menta. Sangre. Lo escupió. Ésta vez no logró contener las náuseas. Por su garganta subió el mismo sabor a sangre.
Corrió de vuelta a su departamento. Fue al baño, se mojó la cara. Nada. No podía sentirlo. Miró a su alrededor y encontró una hoja de afeitar. Apretando los ojos y los dientes, se hizo un pequeño corte en el brazo. Observó la sangre brotar y correr sobre su piel transparente. Pero no sintió dolor.
Salió del baño, tomó el teléfono y marcó. Tres números. Los timbres tenues, la voz lejana:
-Emergencias.
-¡Necesito un médico!
-Hola, emergencias.
-¡¡Un médico!!
-¿Bueno?
-¡¡UN MÉDICO!!
-Por favor, hable más fuerte. Sólo escucho un murmullo.
En un día normal, habría sentido los gritos desesperados desgarrar su garganta.
Desistió. Lejano, el timbre sonó. Abrió la puerta y se quedó mirándolo. Carlos rodeó su cintura con los brazos. Fabiola apenas movió los labios en respuesta al beso de saludo. Su boca sabía a sangre. Se alejó de él y fue a sentarse a la cama.
-¿Pasa algo?
Se sentó a su lado.
-NO. Gritó. Pero Carlos escuchó un susurro.
Volvió a besarla. Sangre. Se recostó, él la besaba, sangre. Ella besaba su cuello. Sangre. Había hecho el amor tantas veces antes y soñado que lo hacía tantas más. Sangre. Y ni siquiera en sueños recordaba haber sentido tan poco.
Carlos estaba recostado a su lado, fumaba, sonreía como tonto. Fabiola yacía inexpresiva. Miraba a su alrededor, las paredes blancas eran grises. Una mariposa negra sobre el marco de la ventana. Atrapada dentro de su propia mente. Cerró los ojos y la oscuridad era roja.
No lo oyó irse. No es que lo necesitara ahí.
La oscuridad era roja. Ocho horas. Rojo. Abrió los ojos y el cielo era negro. Sólo hasta abrir la ventana se percató de la lluvia. Y de que había perdido completamente el oído. Trató de gritar pero no supo si había producido algún sonido. Se paró en el marco de la ventana. Tras la bruma de sus ojos observó las gotas sobre su piel. Miró hacia abajo, la calle. Cerró los ojos. Rojo. Volvió a abrirlos y descendió. Miró el reloj despertador junto a la cama. Las 5:30. El cielo no era negro, ni su departamento estaba a oscuras. Encendió una, dos, todas las lámparas. Aún así era de noche.
Entre las tinieblas, fue al armario. Sacó el último cajón. Y tomó la pistola que estaba detrás. Sin ver ni oír lo que hacía, la cargó. No era pesada en sus manos. No sentía el frío ni los relieves del metal. No se movió más. Volvió al rojo. Se quedó ahí. Nadando en la sangre. Sin pensar.
Cuando abrió los ojos todo era negro. Todo era silencio. Imaginó sus movimientos esperando tener aún control sobre un brazo que no sentía. En su mente la única imagen, jaló el gatillo. La oscuridad era roja, sabía a sangre.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Brisa

Su sombra se proyectaba en la hierba debido a la potencia del faro. Observaba la costa sentada en una roca, en lo alto de un pequeño peñasco, desde donde se apreciaba la playa, la arena mojada y las olas brillando a la luz de la luna y el faro.
Había perdido la cuenta de las noches que llevaba esperando ver aquél  navío, que tenía más de dos años de haberse perdido en la neblina de la mañana con destino al Nuevo Mundo.
-Pero, Alberto, ¿Qué tiene de especial aquella tierra desconocida? ¿Qué puede haber para ti en aquél dominio de dioses paganos, teniendo aquí un hogar? ¿Acaso no soy yo suficiente razón para quedarte?
-Sabes que eres más razón que mil mundos, amada mía, es por ello que viajo a tierras extrañas, en busca de riquezas que hagan a tu familia cambiar de opinión.
-¡Mi padre te dará mi mano! Sé que no soporta verme sufrir y pronto te aceptará en nuestra casa.
-Soy un marino, mi deber es surcar los océanos… Pero volveré, y te haré la mujer más feliz sobre la tierra.
Amelia sentía los ojos ácidos de tanto contener las lágrimas, desde pequeña le habían enseñado a ser fuerte, aún a la muerte de su hermano, se había obligado a permanecer en silencio y no llorar ni en su soledad.
Lentamente soltó las manos de su amado dejándolo ir, lo observó subir la pequeña trampilla hacia la enorme embarcación que los alejaría indefinidamente.
Sólo al ver al navío perderse en el horizonte, casi al tiempo que el sol, se permitió derramar una lágrima que recorrió su cara y alcanzó sus labios. El sabor era la amargura que invadía su ser entero, cuerpo, alma y mente.
Nueva España, 18 de abril, 1632
Amelia:
Mi corazón alberga la esperanza de que éstas palabras lleguen a ti.
Nos ha tomado casi dos meses alcanzar las tierras de Nueva España, como las han llamado el rey Fernando. El viaje ha sido duro, y más aún lo fue pues no viví más que de tu recuerdo. Llevamos pocos días aquí y aún no se nos han asignado labores ni hogares.
Conozco el oficio del herrero, así que intentaré emplearme en ello, pues no soy hombre de Dios y no puedo predicar su palabra a los infieles que habitan éstas tierras.
Durante el viaje he conocido al señor Godofredo de Castilla, un anciano dueño de algunas tierras en España, con quien he fraternizado con agrado. Conoce personas que tal vez podrían ayudarnos a arreglar tu venida a la Nueva España, sin embargo, me apremia la negativa que tu padre dará posiblemente a mi propuesta.
Amelia, los días se me hacen años pensando en  tu amor, pero es éste el que me anima a continuar, todo sea por que me sea dada tu mano, por ello es por lo que vivo.
Solo anhelo que te sea posible responder ésta misiva,  pues mi alma arde en deseos de saber de ti.
Por siempre tuyo,
Alberto

-Amelia, ¿Qué estás haciendo?
-Nada, madre, sólo practicaba mi bordado.
-Y los ojos, ¿Por qué los tienes hinchados? ¡Ése hombre de nuevo! ¿Te ha escrito una vez más?
-Quiere que vaya con él al nuevo mundo, me ha dicho que sabe de alguien que puede ayudarnos, y ruega a mi padre nos dé su bendición.
Amelia habló si quitar la vista de la carta, luego se volvió, levantó la mirada y se encontró con una mujer pequeña y regordeta, de ojos dulces, pero mirada seria. A Amelia le decían siempre que se parecía mucho a ella, pero el cabello de su madre era negro profundo, casi tanto como el reflejo solitario de la noche en el agua de los mares que Amelia contemplaba perpleja desde muy pequeña.
-¡Ése hombre no tiene nada que ofrecerte! Deberías aceptar por novio al joven Felipe, él es hijo de un noble como nosotros, y su padre es un gran señor. Felipe ha pedido tu mano.
-¡Pero yo amo a Alberto!
-¿Qué sabes tú sobre el amor? Eres solo una niña tonta…
De nuevo, y ya casi involuntariamente, Amelia contuvo las lágrimas, pero no puedo evitar que sus ojos de humedecieran un poco, y sus mejillas se tiñeran de rojo.
-Ahora deja de decir sandeces y baja ya, que los pisos no van a fregarse solos.
-Sí, madre.- Dijo Amelia con voz quebrada.
Una noche Amelia se escabulló en el estudio de su padre y buscó algo para responder a su amado. Al fin se había decidido a hacerlo, tres meses después de haber recibido la carta.

Aragón, 27 de Junio, 1632.
Alberto:
Sé que éstas palabras llegan a ti con más tardanza de la esperada, pero espero las recibas con agrado.
He hablado con mis padres acerca de tu propuesta. No les ha agradado en absoluto, y mi tristeza sólo aumenta pensando en el momento de nuestro reencuentro. ¿Cuándo será? Hace ya casi medio año que te has alejado, y no sé si podré vivir más tiempo sin ti.
Encontraré una forma de llegar a ti si tu no vuelves, eso te lo juro.
Te adoro, mi bien, no caben en mi pecho los deseos e tener noticas tuyas.
Amelia

Al día siguiente, cuando Amelia se dirigió a la plaza a comprar fruta y carnes, le entregó la carta a un comerciante que no vendía nada en especial, siempre se le veía entre la gente ofreciendo toda clase de artefactos de diversos usos. Amelia tenía tiempo de conocerlo, eran buenos amigos, y el hermano de éste trabajaba en el correo de la marina, así que los enamorados intercambiaban noticias por éste medio.
-Gracias, Enrique.-Y le entregó una moneda de plata.

Nueva España, 15 de Julio, 1632
Amelia:
Imposible describir el gozo que me produce recibir al fin noticias tuyas, has de saber cuánto he sufrido sin saber nada de ti, mi bien.
Sé que es difícil vivir separados, pero no quisiera que te pusieses en peligro, menos aún que ofendieses a tus padres.
El señor Godofredo regresará a Castilla dentro de 28 días, y me ha ofrecido volver con él. Me dará un puesto en su condado, y, ya que nos hemos vuelto grandes amigos me ha ofrecido generosos favores.
Si todo marcha bien, estaré de vuelta antes de tu Santo, en el mes de Octubre.
Junto con ésta carta recibirás un pequeño dije, la mitad de una Flor de Lis francesa, un regalo del señor  Godofredo para nosotros, ha sido acuñada aquí mismo, con el oro rescatado de los templos paganos.
Guardo yo la otra mitad, espero se junten nuestros dijes muy pronto.
Espero verte pronto, mi amada, pienso en ti a cada segundo.
Alberto

Desde mediados de septiembre, Amelia se sentó cada noche en aquella piedra, sosteniendo entre sus manos el dije de media Flor de Lis que siempre la acompañaba.
Pero llegó octubre con sus vientos fríos y sus cielos grises, comenzó noviembre y en la costa sólo se veían los barcos mercantes con destino a la Gran Bretaña. En el mes de diciembre cerca de las Navidades, un barco proveniente del Nuevo Mundo llegó sin rastros de su amado, nadie de los pasajeros que descendieron del San Luis había escuchado acerca de Alberto.
Y Amelia esperó cada noche durante un año, hasta que, una mañana, mientras limpiaba el pescado que había traído de la plaza, encontró en las entrañas de uno de ellos media Flor de Lis, idéntica a la que meses antes había recibido desde el Nuevo Mundo.
Amelia corrió a la plaza y buscó a Enrique, sólo para comprobar lo que se temía, el San Fernando había encallado durante su travesía camino a España. El señor Godofredo de Castilla había muerto junto con todos los demás pasajeros de la embarcación.
Fue la primera vez desde que ella tenía memoria, que lloró largamente sin reparar en ninguno de los modales ni el decoro al que había sido forzada desde que poseía uso de razón.
Derramó tantas lágrimas que sus ojos verdes se marchitaron y se volvieron vacíos y sin vida.
Amelia llevaba siempre con ella las dos mitades de la Flor, que a pesar de sus intentos jamás logró unir.
Esa noche helada de Octubre, algo demasiado fuera de lo común sucedió. Un viento extrañamente cálido sopló por la costa, era tan cálido que parecía ser el espíritu del verano. Cuando tocó la cara de Amelia, que había bajado de la roca y ahora caminaba por la playa, ésta se sintió desfallecer y cayó de rodillas sobre la arena, cerró los ojos y apretó los puños con fuerza, fuera de sí, parecía como si algo en esa brisa se hubiera apoderado de ella.
-¡ALBERTO!-gritó. Y cayó de costado sobre la arena. Detuvo la presión en sus puños y su alma se unió a aquella brisa cálida.
Amelia permaneció así durante tres días, en los que las olas la bañaban y la corriente la movía y arrastraba. Y entre los arrecifes, como formando parte de ellos, quedó la Flor de Lis unida eternamente.
Amelia fue encontrada por un grupo de pescadores, con los ojos inexpresivos, sentada desnuda frente a la costa si sin quiera parapdear, y ni el obispo del pueblo logró devolverle la razón.
Se volvió un ser sin sentido, su cuerpo permaneció con vida hasta que no hubo nadie que la cuidara y alimentara.
Pero su alma había escapado muchos años antes, para unirse con la de su amado en una brisa cálida que recorre los mares, en busca de una Flor de Lis de oro perdida por siempre entre los arrecifes.