miércoles, 8 de septiembre de 2010

[Red]


Ese día, cuando despertó, Fabiola se dio cuenta de que aún estaba soñando. Su mundo parecía cubierto por una bruma mate que confundía a sus sentidos, atenuando sus sensaciones y dificultando su pensamiento.
Intentó mojarse la cara, pero al entrar el agua en contacto con su piel, parecía como si sobre ésta hubiera un impermeable que le impedía sentir poco más que la temperatura. Pensó que estaba muerta. Volvió a su habitación y esperó ver su cuerpo recostado en la cama. Pero no era así; lo único que pudo observar fue un casi imperceptible hilillo de sangre manchando su almohada. Pensó que la anemia había vuelto a recobrar fuerzas y atribuyó la ligereza de sus sensaciones a éste mismo motivo.
En la regadera, el agua hirviendo no redujo el frío que sentía en los huesos, más profundo que si se tratara simplemente de la baja temperatura de aquel invierno. Ni agua helada atenuó el rastro de ardor que los movimientos de sus párpados dejaban en sus pupilas.
Se vistió sintiendo que ponía sus ropas en un cuerpo ajeno, y salió a la calle.
Dobló la esquina y abrió la puerta. La molesta campanilla sobre ella se escuchó lejana. El asfixiante ambiente impregnado de tabaco se le antojó ligero. El expresso sabía a sangre. Horrorizada y conteniendo las náuseas, pidió un vaso con agua. La mesera pensó que se ahogaba y le atendió en cuestión de segundos.
Fabiola dio un trago al agua. Sabía a sangre. Se apresuró al baño y trató de enjuagarse la boca. El agua de la llave no tenía un sabor distinto a los dos anteriores. Se miró las encías en el espejo. No había rastros de heridas.  De nuevo contuvo las náuseas y salió. Sin fijarse en la cantidad, depositó unas cuantas monedas sobre la mesa y se apresuró a la calle. No tenía idea de qué hacer ni a dónde ir. Se detuvo en seco. Se apoyó en una caseta telefónica y respiró profundamente, otra vez, una vez más. El sabor se desvaneció lentamente de su lengua, aunque no de su mente. Tal vez porque era la única sensación que su cuerpo había sido capaz de experimentar desde esa mañana, ésta parecía la más nítida captada alguna vez por cualquiera de sus sentidos.
Previendo el resultado, hizo un último intento. Buscó en su bolsa y sacó un dulce de menta. Sangre. Lo escupió. Ésta vez no logró contener las náuseas. Por su garganta subió el mismo sabor a sangre.
Corrió de vuelta a su departamento. Fue al baño, se mojó la cara. Nada. No podía sentirlo. Miró a su alrededor y encontró una hoja de afeitar. Apretando los ojos y los dientes, se hizo un pequeño corte en el brazo. Observó la sangre brotar y correr sobre su piel transparente. Pero no sintió dolor.
Salió del baño, tomó el teléfono y marcó. Tres números. Los timbres tenues, la voz lejana:
-Emergencias.
-¡Necesito un médico!
-Hola, emergencias.
-¡¡Un médico!!
-¿Bueno?
-¡¡UN MÉDICO!!
-Por favor, hable más fuerte. Sólo escucho un murmullo.
En un día normal, habría sentido los gritos desesperados desgarrar su garganta.
Desistió. Lejano, el timbre sonó. Abrió la puerta y se quedó mirándolo. Carlos rodeó su cintura con los brazos. Fabiola apenas movió los labios en respuesta al beso de saludo. Su boca sabía a sangre. Se alejó de él y fue a sentarse a la cama.
-¿Pasa algo?
Se sentó a su lado.
-NO. Gritó. Pero Carlos escuchó un susurro.
Volvió a besarla. Sangre. Se recostó, él la besaba, sangre. Ella besaba su cuello. Sangre. Había hecho el amor tantas veces antes y soñado que lo hacía tantas más. Sangre. Y ni siquiera en sueños recordaba haber sentido tan poco.
Carlos estaba recostado a su lado, fumaba, sonreía como tonto. Fabiola yacía inexpresiva. Miraba a su alrededor, las paredes blancas eran grises. Una mariposa negra sobre el marco de la ventana. Atrapada dentro de su propia mente. Cerró los ojos y la oscuridad era roja.
No lo oyó irse. No es que lo necesitara ahí.
La oscuridad era roja. Ocho horas. Rojo. Abrió los ojos y el cielo era negro. Sólo hasta abrir la ventana se percató de la lluvia. Y de que había perdido completamente el oído. Trató de gritar pero no supo si había producido algún sonido. Se paró en el marco de la ventana. Tras la bruma de sus ojos observó las gotas sobre su piel. Miró hacia abajo, la calle. Cerró los ojos. Rojo. Volvió a abrirlos y descendió. Miró el reloj despertador junto a la cama. Las 5:30. El cielo no era negro, ni su departamento estaba a oscuras. Encendió una, dos, todas las lámparas. Aún así era de noche.
Entre las tinieblas, fue al armario. Sacó el último cajón. Y tomó la pistola que estaba detrás. Sin ver ni oír lo que hacía, la cargó. No era pesada en sus manos. No sentía el frío ni los relieves del metal. No se movió más. Volvió al rojo. Se quedó ahí. Nadando en la sangre. Sin pensar.
Cuando abrió los ojos todo era negro. Todo era silencio. Imaginó sus movimientos esperando tener aún control sobre un brazo que no sentía. En su mente la única imagen, jaló el gatillo. La oscuridad era roja, sabía a sangre.

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