viernes, 19 de noviembre de 2010

De Marcelo y la Huella que no Dejó

El invierno fue tan álgido ese año y la bruma helada tan densa esa noche, que en la oscuridad fue imposible notar el momento exacto en que el frío y la penumbra del final del día se transformaron en el silencio púrpura del final de la vida. Las tinieblas habían invadido su mente mucho tiempo antes. Su corazón, que había bombeado sangre sin motivos suficientes para ser llamados latidos, se detuvo sin siquiera estar agotado. Sus pulmones se resignaron sin protestas a la falta de aire y su alma inexistente se fundió con la neblina.  
Cuando Marcelo dejó el mundo, éste siguió girando. A su paso no dejó más que promesas postergadas. Su muerte provocó los lamentos del gran danés pardo que comprendió que el alimento no llegaría más sin buscarlo y de la sirvienta que se descubrió desempleada.  Así, el apartamento casi vacío ganó un mueble más: un disfraz de hombre comprendido por una cabeza carente de ideas y cabellera, una boca sin dientes ni palabras de aliento, un corazón sin diástole ni sentimientos y una piel carente de brillo y sensaciones.
Sobre él la sirvienta sólo pudo decir que sus labios sabían a tierra. Al patrón no podía llamarlo un amante siendo para él sólo un recipiente de instintos almacenados. En veinticuatro años de servicio, no atendió Eulalia un visitante, una llamada telefónica ni correspondencia que no se dirigiese al patrón con asuntos de trabajo. Seis días a la semana le servía café negro a las seis y media, lo veía irse a las siete, servía café con leche a las nueve y las luces se apagaban a las diez. “Buenos días”, “Buenas noches”, “Más café” y “El dinero está en la mesa” Fueron las únicas frases que le oyó decir en un cuarto de siglo.
El abogado le pidió que ordenara sus pertenencias, le anunció que el médico llegaría en el transcurso de la tarde y la exhortó a llevarse lo que quisiera. Pero no había nada que pudiera serle útil. A excepción de los registros de contabilidad, no había libro alguno en el estudio; tampoco podía hallarse un disco o casette, la ropa y los blancos eran demasiado viejos, y los escasos electrodomésticos eran obsoletos. No había fotografías, cartas, recuerdos, nada. Eulalia dio testimonio al médico, esperó la llegada del abogado y partió en compañía del gran danés.
Fue ese el momento preciso en que Marcelo dejó de existir. A partir de entonces, el recuerdo de su vida no apareció jamás en la mente de nadie. El abogado vendió lo que pudo y desechó lo demás. Llamó a la funeraria y ordenó un entierro sin ceremonia. Cumplió lo estipulado en el testamento y el caso quedó cerrado. Nada novedoso, otro viejo que moría solo. El enterrador cumplió con su labor habiendo olvidado en tanto tiempo de desempeñar ese empleo que aquél saco que cubría de tierra no había estado siempre inerte.
En el sistema de algún banco, una cuenta conteniente una fortuna fue eliminada de los registros. Algún día ese dinero iba a ser gastado en un viaje a algún lugar donde el sol enseñase otro rostro, en un regalo para ser disfrutado o en una obra de arte que rescatase cierto muro gris de la miseria  y la monotonía. Nunca hubo suficiente tiempo, suficiente espacio, nunca existió algo lo suficientemente bueno para recibir tal inversión. La promesa postergada siempre de un placer futuro pasó de ser un plan, a convertirse en sueño, a desvanecerse en idea y perecer como ideal. Y a lo largo de ese proceso la rutina prevaleció. Un empleo mediocre para ignorar el hastío sin solución, un respirar inconsciente que sobra cuando se ha olvidado cómo suspirar.
Marcelo no creía en dios, ni en los filósofos, ni en él. La supervivencia vacía se le antojaba más cómoda que la no existencia. El día que no pudo recordar los motivos de su ser, tomó el autobús a las siete y pensó en números; al igual que un día antes, al igual que un día después.
Marcelo Fernández
1937-1996
Agrietada y cubierta de hojas secas, la lápida de piedra gris habría de conformarse con los insectos como visitantes y la lluvia como tributo.

1 comentario:

  1. Sin duda, una crónica de lo absurdo. Me recuerda a Gregorio, el sin ser de la metamorfósis; y es curioso, pues me acuerdo que este escrito lo estabas haciendo mientras La Metamorfósis se estaba filtrando en plastilina. Has agudizado perfectamente lo perdido en una muerte que en el tiempo, ha sido mortaja del placer. Muy placentero tu escrito, sigue así ;)

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